domingo, 2 de octubre de 2022

HoyNoSeOlvida

 Tlatelolco 68

1


Nadie sabe el número exacto de los muertos,

ni siquiera los asesinos,

ni siquiera el criminal.

(Ciertamente, ya llegó a la historia

este hombre pequeño por todas partes,

incapaz de todo menos del rencor.)


Tlatelolco será mencionado en los años que vienen

como hoy hablamos de Río Blanco y Cananea,

pero esto fue peor,

aquí han matado al pueblo;

no eran obreros parapetados en la huelga,

eran mujeres y niños, estudiantes,

jovencitos de quince años,

una muchacha que iba al cine,

una criatura en el vientre de su madre,

todos barridos, certeramente acribillados

por la metralla del Orden y Justicia Social.


A los tres días, el ejército era la víctima de los desalmados,

y el pueblo se aprestaba jubiloso

a celebrar las Olimpiadas, que darían gloria a México.


2

El crimen está allí,

cubierto de hojas de periódicos,

con televisores, con radios, con banderas olímpicas.


El aire denso, inmóvil,

el terror, la ignominia.

alrededor las voces, el tránsito, la vida.

Y el crimen está allí.


3

Habría que lavar no sólo el piso; la memoria.

Habría que quitarles los ojos a los que vimos,

asesinar también a los deudos,

que nadie llore, que no haya más testigos.

Pero la sangre echa raíces

y crece como un árbol en el tiempo.

La sangre en el cemento, en las paredes,

en una enredadera: nos salpica,

nos moja de vergüenza, de vergüenza, de vergüenza.


La bocas de los muertos nos escupen

una perpetua sangre quieta.


4

Confiaremos en la mala memoria de la gente,

ordenaremos los restos,

perdonaremos a los sobrevivientes,

daremos libertad a los encarcelados,

seremos generosos, magnánimos y prudentes.


Nos han metido las ideas exóticas como una lavativa,

pero instauramos la paz,

consolidamos las instituciones;

los comerciantes están con nosotros,

los banqueros, los políticos auténticamente mexicanos,

los colegios particulares,

las personas respetables.

Hemos destruido la conjura,

aumentamos nuestro poder:

ya no nos caeremos de la cama

porque tendremos dulces sueños.


Tenemos Secretarios de Estado capaces

de transformar la mierda en esencias aromáticas,

diputados y senadores alquimistas,

líderes inefables, chulísimos,

un tropel de putos espirituales

enarbolando nuestra bandera gallardamente.


Aquí no ha pasado nada.

Comienza nuestro reino.


5

En las planchas de la Delegación están los cadáveres.

Semidesnudos, fríos, agujereados,

algunos con el rostro de un muerto.

Afuera, la gente se amontona, se impacienta,

espera no encontrar el suyo:

«Vaya usted a buscar a otra parte.»


6

La juventud es el tema

dentro de la Revolución.

El gobierno apátrida y sus héroes.

El peso mexicano está firme

y el desarrollo del país es ascendente.

Siguen las tiras cómicas y los bandidos en la televisión.

Hemos demostrado al mundo que somos capaces,

respetuosos, hospitalarios, sensibles

(¡Qué Olimpiada maravillosa!),

y ahora vamos a seguir con el «Metro»

porque el progreso no puede detenerse.


Las mujeres, de rosa,

los hombres, de azul cielo,

desfilan los mexicanos en la unidad gloriosa

que constituye la patria de nuestros muertos.

Jaime Sabines

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¡Oh Diosa Tlazoltéotl!,

devoradora de excrementos,

escucha en confesión los pecados

de la fe católica,

En la tierra de enmedio.

Epígrafe.


Memorial de Tlatelolco. 

Título.

La oscuridad engendra la violencia

y la violencia pide oscuridad

para cuajar el crimen.

Por eso el dos de octubre aguardó hasta la noche

Para que nadie viera la mano que empuñaba

El arma, sino sólo su efecto de relámpago.


¿Y a esa luz, breve y lívida, quién? 

¿Quién es el que mata?

¿Quiénes los que agonizan, los que mueren?

¿Los que huyen sin zapatos?

¿Los que van a caer al pozo de una cárcel?

¿Los que se pudren en el hospital?

¿Los que se quedan mudos, para siempre, de espanto?


¿Quién? ¿Quiénes? Nadie. Al día siguiente, nadie.

La plaza amaneció barrida; los periódicos

dieron como noticia principal

el estado del tiempo.

Y en la televisión, en el radio, en el cine

no hubo ningún cambio de programa,

ningún anuncio intercalado ni un

minuto de silencio en el banquete.

(Pues prosiguió el banquete.)


No busques lo que no hay: huellas, cadáveres

que todo se le ha dado como ofrenda a una diosa,

a la Devoradora de Excrementos.

No hurgues en los archivos pues nada consta en actas.


Mas he aquí que toco una llaga: es mi memoria.

¡Duele, luego es verdad!. Sangre con sangre

y si la llamo mía traiciono a todos.


Recuerdo, recordamos.

Ésta es nuestra manera de ayudar a que amanezca

sobre tantas conciencias mancilladas,

sobre un texto iracundo sobre una reja abierta,

sobre el rostro amparado tras la máscara.

Recuerdo, recordamos

hasta que la justicia se siente entre nosotros.

Rosario Castellanos

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México: Olimpiada de 1968

La limpidez

(quizá valga la pena

escribirlo sobre la limpieza

de esta hoja)

no es límpida:

es una rabia

(amarilla y negra

acumulación de bilis en español)

extendida sobre la página.

¿Por qué?

La vergüenza es ira

vuelta contra uno mismo:

si

una nación entera se avergüenza

es león que se agazapa

para saltar.

(Los empleados

municipales lavan la sangre

en la Plaza de los Sacrificios.)

Mira ahora,

manchada

antes de haber dicho algo

que valga la pena,

la limpidez.

Octavio Paz.

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Las voces de Tlatelolco


Eran las seis y diez. 

Un helicóptero sobrevoló la plaza.

Sentí miedo.

Cuatro bengalas verdes.

Los soldados cerraron las salidas.


Vestidos de civil, 

los integrantes del Batallón Olimpia

–mano cubierta por un guante blanco–

iniciaron el fuego.


En todas direcciones

se abrió fuego a mansalva.

Desde las azoteas 

dispararon los hombres de guante blanco.

Disparó también el helicóptero.

Se veían las rayas grises.

Como pinzas se desplegaron los soldados.

Se inició el pánico.

La multitud corrió hacia las salidas

y encontró bayonetas.

En realidad no había salidas:

la plaza entera se volvió una trampa.


–Aquí, aquí Batallón Olimpia.

Aquí, aquí Batallón Olimpia.


Las descargas se hicieron aún más intensas.

Sesenta y dos minutos duró el fuego.

–¿Quién ordenó todo esto?

Los tanques arrojaron sus proyectiles.

Comenzó a arder el edificio Chihuahua.

Los cristales volaron hechos añicos.

De las ruinas saltaban piedras.


Los gritos, los aullidos, las plegarias

bajo el continuo estruendo de las armas.

Con los dedos pegados a los gatillos

le disparan a todo lo que se mueva.

Y muchas balas dan en el blanco.


–Quédate quieto, quédate quieto:

si nos movemos nos disparan.

–¿Por qué no me contestas?

¿Estás muerto?

–Voy a morir, voy a morir.

Me duele.

Me está saliendo mucha sangre.

Aquél también se está desangrando.

–¿Quién, quién ordenó todo esto?

–Aquí, aquí Batallón Olimpia.

–Hay muchos muertos.

Hay muchos muertos.

–Asesinos, cobardes, asesinos.

–Son cuerpos, señor, son cuerpos.


Los iban amontonando bajo la lluvia.

Los muertos bocarriba junto a la iglesia.

Les dispararon por la espalda.

Las mujeres cosidas por las balas,

niños con la cabeza destrozada,

transeúntes acribillados.

Muchachas y muchachos por todas partes.

Los zapatos llenos de sangre.

Los zapatos sin nadie llenos de sangre.

Y todo “Tlate_loco” respira sangre.


–Vi en la pared la sangre.

–Aquí, aquí Batallón Olimpia.

–¿Quién, quién ordenó todo esto?

–Nuestros hijos están arriba.

Nuestros hijos, queremos verlos.

–Hemos visto cómo asesinan.

Miren la sangre.

Vean nuestra sangre.


En la escalera del edificio Chihuahua

sollozaban dos niños

junto al cadáver de su madre.

–Un daño irreparable e incalculable.


Una mancha de sangre en la pared,

una mancha de sangre escurría sangre.


Lejos de Tlatelolco todo era

de una tranquilidad horrible, insultante.

–¿Qué va a pasar ahora, qué va a pasar?

José Emilio Pacheco

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